Un día abrí los ojos y vi el mundo, me senté en las doce en punto a disfrutar del mundo frío en pleno verano, y se quedó en mi piel, y penetró en mis huesos, y se metió en mi médula se sembró en mi corazón. Aunque respiraba el aire tibio mis pensamientos eran siempre frios y firmes, y mis sueños me llevaban a futuros llenos de caminatas en medio de la noche llena de luces, días llenos de vida propia, vida en calor de familia... y mientras soñaba, mi bolsillo hipócrita me negaba la protección contra el sol que quemaba sin piedad mi piel morena...
Pero en esa aún no inútil espera, otro día llegó y me senté en la hora tercera y volé a travez del atlántico, entre montañas con picos blancos, entre tierras verdes bordadas de mares ajenos, entre ciudades lejanas a mí misma...Mis ojos lloraron, ante tal grandeza y ví mi gran pequeñez.
Robé todos los momentos que pude y los escodí en algun lugar de mi interior, cada lugar, cada tarde y cada noche, cada amanecer, cada día soleado, me sentí con suerte de ver con mis ojos... era feliz en mi corto viaje, era feliz pensando que tenía opciones... Que ingénua la mente soñadora del que no duerme... porque a mi regreso respiré agua y bebí desaliento, y busque el aire frío otra vez; lo busqué envolviéndome en los planos de un loco arquitecto que no tenía reglas, silla ni escritorio, uno que dibujaba con sus dedos en la arena de la playa que pretendia construir con sus soplidos grandes proyectos, allí fuí a parar; a un lugar sin sitio, a un vuelo sin alas, sin hora de partida, ni billete aereo. Al final sólo me queda el recuerdo de un viaje que acabó en conformidad, en comprensión de mi verdad, del tiempo, de la hora en que me encuentro, y aquí estoy hoy sentada en el mismo eje del gran azul reloj, y dejé en la última parada el recuerdo y las ganas discutiendo sobre cosas pasadas.